Queda, consecuentemente, fuera del presente trabajo la interesante cuestión de la determinación individual (es decir, entre la empresa y cada uno de sus trabajadores) de las condiciones laborales.
Desde 1954, fecha de la sanción de la mítica Ley 14.250, han cambiado muchas cosas. Por ejemplo, las formas de vertebrar la sociedad y los modos de organizar el trabajo. Los engranajes de articulación entre democracia, mercado y solidaridad. Los canales que vinculan a las economías locales con el mercado internacional, en la Argentina y en el mundo.
No obstante, nos ha resultado imposible (a varias generaciones y a casi todas las familias políticas) modificar aquella Ley y las normas que contribuyeron a consolidar el modelo centralista. Me refiero, en este caso, a la Ley Sindical y a la Ley de Obras Sociales dictadas y aplicadas en amplia sintonía con aquel modelo.
Hay que admitir que en esta supervivencia exagerada de ideas y de instituciones del pasado, tuvo mucho que ver el modelo de economía autárquica y corporativa que, pese a los duros embates que recibió en los años noventa, se resiste a dejar paso a un sistema más acorde con la nueva economía globalizada, con la lógica del mercado, y con los nuevos criterios acerca de la integración social y de solidaridad.
Mientras tanto, las cúpulas sindicales están prisioneras de un esquema que tiende a aislarlas de los trabajadores y las hace dependientes de un Estado que, a cambio, les garantiza (al menos hasta ahora) el monopolio de representación y el manejo del 0,8% del PIB que significan las Obras Sociales.
Del lado de la organización gremial de las empresas las cosas no parecen ir mejor. Su diseño atraviesa una larvada crisis estructural, que el actual debate sobre el aumento de las cargas sociales a las empresas de servicios públicos, no ha hecho sino acentuar y exponer a la luz pública.
Los empresarios argentinos, que aceptaron, bien a regañadientes, aquel modelo centralista como parte de un "pacto de estado" en el ámbito de lo que algunos llamaron la "república corporativa", ahora no aciertan, abrumados por otros costos y otras realidades más urgentes, a elaborar una estrategia orientada a reformar el mercado de trabajo y la Seguridad Social.
En este escenario, muchos directivos y gerentes locales han desarrollado una mentalidad acorde con esas viejas rutinas. Rutinas que les llevan a esperar una "intervención letal" del estado (al estilo de las que tuvieron lugar en los años sesenta y setenta) Y, simétricamente, a desdeñar las pequeñas o grandes oportunidades que abren algunas reformas parciales.
Las fuerzas políticas mayoritarias, por su parte, no atinan (en realidad, ni siquiera se animan a pensarlo) a proponer a la sociedad medidas que extiendan la vigencia de la democracia al ámbito de las relaciones sindicales y laborales.
Me parece que es dentro de este contexto donde hay que ubicar los cambios que introduce la Ley 25.250 que comentamos.
Esta reforma, es casi obvio decirlo, no consagra la libertad sindical, ni el pluralismo representativo. No abre espacios a la democratización de las relaciones laborales, ni termina con resabios corporativos.
Tampoco garantiza la modernización de las condiciones de trabajo ni sirve de disparador de cambio tecnológico u organizacional. No resuelve la crisis de representatividad de los sindicatos ni alienta un rediseño de las organizaciones de empleadores. No promueve el empleo niabre espacios a nuevas formas de solidaridad.
Sin embargo, y tal como sucediera con algunas de las leyes aprobadas el bienio 95/96, abre ventanas por las que puede penetrar el aire fresco de la modernización.
La prioridad otorgada al convenio colectivo de ámbito menor (y, en general las innovaciones en materia de reglas de sucesión y concurrencia de convenios), constituye un positivo avance institucional, que habrá de resultar operativo en la medida en que las empresas (sus directivos, gerentes y asesores) se animen a recorrer el camino propuesto por la Ley.
La descentralización de las condiciones colectivas de trabajo
Entendiendo por tal, el proceso que conduce a la determinación o fijación de dichas condiciones en el ámbito más cercano a la empresa individual y al trabajador, como modo de superar la larga historia argentina de concentración de los poderes requeridos para la gestación de normas colectivas.
Queda, consecuentemente, fuera del presente trabajo la interesante cuestión de la determinación individual (es decir, entre la empresa y cada uno de sus trabajadores) de las condiciones laborales.
Desde 1954, fecha de la sanción de la mítica Ley 14.250, han cambiado muchas cosas. Por ejemplo, las formas de vertebrar la sociedad y los modos de organizar el trabajo. Los engranajes de articulación entre democracia, mercado y solidaridad. Los canales que vinculan a las economías locales con el mercado internacional, en la Argentina y en el mundo.
No obstante, nos ha resultado imposible (a varias generaciones y a casi todas las familias políticas) modificar aquella Ley y las normas que contribuyeron a consolidar el modelo centralista. Me refiero, en este caso, a la Ley Sindical y a la Ley de Obras Sociales dictadas y aplicadas en amplia sintonía con aquel modelo.
Hay que admitir que en esta supervivencia exagerada de ideas y de instituciones del pasado, tuvo mucho que ver el modelo de economía autárquica y corporativa que, pese a los duros embates que recibió en los años noventa, se resiste a dejar paso a un sistema más acorde con la nueva economía globalizada, con la lógica del mercado, y con los nuevos criterios acerca de la integración social y de solidaridad.
Mientras tanto, las cúpulas sindicales están prisioneras de un esquema que tiende a aislarlas de los trabajadores y las hace dependientes de un Estado que, a cambio, les garantiza (al menos hasta ahora) el monopolio de representación y el manejo del 0,8% del PIB que significan las Obras Sociales.
Del lado de la organización gremial de las empresas las cosas no parecen ir mejor. Su diseño atraviesa una larvada crisis estructural, que el actual debate sobre el aumento de las cargas sociales a las empresas de servicios públicos, no ha hecho sino acentuar y exponer a la luz pública.
Los empresarios argentinos, que aceptaron, bien a regañadientes, aquel modelo centralista como parte de un "pacto de estado" en el ámbito de lo que algunos llamaron la "república corporativa", ahora no aciertan, abrumados por otros costos y otras realidades más urgentes, a elaborar una estrategia orientada a reformar el mercado de trabajo y la Seguridad Social.
En este escenario, muchos directivos y gerentes locales han desarrollado una mentalidad acorde con esas viejas rutinas. Rutinas que les llevan a esperar una "intervención letal" del estado (al estilo de las que tuvieron lugar en los años sesenta y setenta) Y, simétricamente, a desdeñar las pequeñas o grandes oportunidades que abren algunas reformas parciales.
Las fuerzas políticas mayoritarias, por su parte, no atinan (en realidad, ni siquiera se animan a pensarlo) a proponer a la sociedad medidas que extiendan la vigencia de la democracia al ámbito de las relaciones sindicales y laborales.
Me parece que es dentro de este contexto donde hay que ubicar los cambios que introduce la Ley 25.250 que comentamos.
Esta reforma, es casi obvio decirlo, no consagra la libertad sindical, ni el pluralismo representativo. No abre espacios a la democratización de las relaciones laborales, ni termina con resabios corporativos.
Tampoco garantiza la modernización de las condiciones de trabajo ni sirve de disparador de cambio tecnológico u organizacional. No resuelve la crisis de representatividad de los sindicatos ni alienta un rediseño de las organizaciones de empleadores. No promueve el empleo niabre espacios a nuevas formas de solidaridad.
Sin embargo, y tal como sucediera con algunas de las leyes aprobadas el bienio 95/96, abre ventanas por las que puede penetrar el aire fresco de la modernización.
La prioridad otorgada al convenio colectivo de ámbito menor (y, en general las innovaciones en materia de reglas de sucesión y concurrencia de convenios), constituye un positivo avance institucional, que habrá de resultar operativo en la medida en que las empresas (sus directivos, gerentes y asesores) se animen a recorrer el camino propuesto por la Ley.