Capital intelectual y mercado de trabajo

El concepto de “capital intelectual”, en un principio acotado a la crítica sociológica, ha cobrado en los últimos años una gran relevancia en el terreno de la gestión organizacional, saliendo de su hábitat “natural”, el espacio cultural en sentido estricto, para pasar a la esfera de la actividad empresarial. Este desplazamiento, que no deja de resultar sospechoso para muchos trabajadores de la cultura y la educación, obedece sin dudas a una nueva visión de las demandas del mercado de trabajo, aparentemente ávido de un tipo de “bien” que escapa a las ponderaciones tradicionales pero, por intercesión de las neociencias administrativas, se vuelve susceptible de medición.
A partir de esta noción, y recuperando su acepción originaria, nos proponemos avanzar en la reflexión sobre el ámbito académico y su relación con otros espacios de inserción social, desde el familiar hasta el laboral.
Para empezar, debemos recordar que el concepto de “capital intelectual” se desprende de otro más extenso, el de “capital simbólico”, que comprende un amplio repertorio de bienes individuales y grupales no tangibles. Pierre Bourdieu describe a este último como “una propiedad cualquiera (…) percibida por unos agentes sociales dotados de las categorías de percepción y de valoración que permiten percibirla, conocerla y reconocerla” y que “se vuelve simbólicamente eficiente, como una verdadera fuerza mágica: una propiedad que, porque responde a unas ‘expectativas colectivas’ socialmente constituidas, a unas creencias, ejerce una especie de acción a distancia, sin contacto físico” (Bourdieu, 1997). Es decir que el capital simbólico sólo existe en la medida en que es reconocido por los otros: no tiene una existencia real ni un alcance universal, sino un valor efectivo que se basa en la aceptación del poder de ese valor por parte de los integrantes de un determinado campo: el intelectual, el académico, el artístico, el económico, etc.
A la luz de la disolución de las fronteras entre bienes culturales y económicos desde la conformación misma de las sociedades de masas, parece claro que la apropiación del concepto de “capital simbólico intelectual” por parte del discurso administrativo y empresarial está fuertemente autorizada. La reciente literatura del área ofrece la siguiente caracterización: “el capital intelectual surge en un proceso de creación de valor fundamentado en la interacción del capital humano y estructural, donde la renovación continua -innovaciones- transforma y refina el conocimiento individual en valor duradero para la organización. Es importante que el capital humano sea convertido en capital intelectual. Por tanto, es importante que los líderes de la organización proporcionen métodos de trabajo para facilitar la conversión de las competencias individuales en capital organizativo, y por tanto, desarrollar los efectos multiplicadores dentro de la empresa” (informe de Capital Intelectual de Skandia, 1998).
El efecto de esta apropiación se hace sentir especialmente en las instituciones de formación superior: los saberes válidos y “enseñables” son los que pueden ser medidos en términos de utilidades. De esta manera, el “saber cómo” reorienta las finalidades de todo “saber qué”, cuando no lo sustituye por completo. Las objeciones que este ideologema despierta en algunos sectores de la comunidad académica son a menudo interpretadas, por el resto de esa misma comunidad, como un indicio de nostálgico anacronismo.
Pero lo que nos interesa aquí no apunta a rescatar las formaciones ideológicas y discursivas confrontadas dentro del aparato educativo; lo que importa es intentar redefinir las condiciones de producción y circulación del conocimiento en función de las necesidades que el actor principal del escenario universitario, el estudiante, manifiesta, sugiere o intuye respecto de su futuro como profesional. Desde ese ángulo, y volviendo a las actuales demandas del mercado de trabajo, la noción de “capital intelectual” se impone con un peso decisivo.
La pregunta clave es cómo se constituye realmente ese capital humano tan subrayado actualmente por las empresas. La respuesta, al menos parcial, a ese interrogante puede buscarse nuevamente en Bourdieu. Según este autor, el capital intelectual individual no es un producto derivado directamente de la educación formal. Como todos sabemos, los estudiantes ingresan al sistema provistos de saberes y aptitudes desiguales, que han obtenido en gran medida en su medio familiar y social. Los más favorecidos aportan hábitos, modos de comportamiento y actitudes de su ambiente de origen que les son enormemente útiles en sus tareas estudiantiles. Heredan conocimientos, inclinaciones culturales y, en términos del propio Bourdieu, sobre todo un “savoir faire”, un sentido de la distinción cuya rentabilidad académica es sumamente eficaz. El privilegio cultural se hace evidente cuando tratamos de averiguar su grado de familiaridad con obras artísticas o literarias, que sólo puede adquirirse en un contacto directo con las expresiones de la “alta cultura”.
Cualquier tipo de enseñanza presupone implícitamente un conjunto de saberes y una facilidad de expresión que son patrimonio de las clases cultas. Entonces, el proceso de acumulación del capital intelectual comienza en la familia y adopta la forma de una inversión de tiempo. Esta inversión produce dividendos en la escuela, en la universidad, en los contactos sociales y, en consecuencia, en el mercado de trabajo. En suma: el capital intelectual no es una abstracción creada de la “interacción entre el capital humano y estructural” de una organización, sino el producto de disposiciones propias de un ethos de clase, algo que las instituciones educativas o las empresas no son, en realidad, capaces de transmitir.
La participación de la Universidad en la creación de ese “capital intelectual” señalado por la literatura de la Administración de Empresas como el más importante activo no tangible de las organizaciones es, como se ve, bastante relativa. Siguiendo a Bourdieu, al convertir las jerarquías sociales en jerarquías académicas, el sistema educativo cumple una función de legitimación necesaria para la perpetuación del orden social. Los mecanismos objetivos que permiten a las clases dominantes mantener el monopolio de los establecimientos educativos más prestigiosos se ocultan tras el manto de un método perfectamente democrático de selección que considera sólo el mérito y el talento.
Si tomamos a la institución educativa de la manera en que la venimos describiendo: como agente de reproducción de un sistema de poder y consolidación de un determinado status quo, la relación de utilidad entre el campo académico y el mercado de trabajo queda limitada a la provisión de un título. Pero si pensamos que la revalorización por parte del discurso empresarial de los bienes intelectuales obedece al acrecentamiento de los llamados “entornos dinámicos” que especialmente en este último año llegaron a su punto más culminante con la crisis generada por la “nueva guerra”, entonces podemos arriesgar algunas conclusiones.
Por lo hasta aquí expuesto pareciera que de lo que se trata es de rescatar de la institución “Universidad” su sentido primitivo: la universalidad, la diferencia, la variedad de esos bagajes de pensamiento, de habitus de clase, etc., que traen los estudiantes, para hacerlos prosperar y generar nuevas ideas que den respuesta a lo que la tradición cultural y el viejo sistema clasista ya no pueden contestar. Se trata hoy más que nunca de abrir nuevas puertas más que de censurar y acallar, de crear partiendo incluso de la “otredad” más que de la reproducción.
Autores: María Elsa Bettendorff y Liliana Oberti (Universidad de Palermo, Bs. As. Argentina)

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