Una carta desde París: la precariedad laboral en Francia y en Argentina

Francia no se asemeja hoy al país de Mayo del ‘68. En vez de la utopía de un mundo mejor, lo que está en juego es el rechazo de un porvenir peor que parece venirse encima inexorablemente, y contra el cual los jóvenes se sublevan.
El contrato “primer empleo” (CPE), que intenta resolver el pro-blema de las revueltas de desocupados de los suburbios, ha despertado también la conciencia de los estu-diantes de clase media, que ven sus estudios como un sendero que no conduce a ninguna parte, y sus diplomas como papeles en blanco, destinados a ser exhibidos sólo para conseguir precarios y modestos trabajos. No es nada que pueda asustarnos a los argentinos donde la flexibilidad laboral, la economía informal y los contratos basura son moneda corriente. Pero, para un país acostumbrado a las bondades del Estado de bienestar, los empleos de por vida, las buenas jubilaciones, los préstamos hipotecarios a 30 años (que el CPE impide tomar porque no se puede adquirir un departamento sin la garantía de un trabajo estable), esta iniciativa del gobierno, en vez de calmar las aguas, las agita aun más.
Ahora, los hijos de los inmigrantes se dan cuenta de que sus padres huyeron en vano de la miseria de países peores; y los “enfants” de la clase media ven cómo se evaporan sus sueños de ascenso social o se advierten las primeras señales del descenso. Como me dice en una dramática carta un querido amigo y prestigioso profesor emérito de una universidad parisina: “No podemos negar que nos hallamos en un profundo declive. No solamente económico, con la casi desaparición de nuestras industrias y el hundimiento de una agricultura (¡incluida la vitivinícola!) que no sobrevive sino gracias a las subvenciones europeas”, sino también político y social. Lo más grave
-agrega mi amigo- es que la derecha francesa es muy limitada y puede compararse con los emigrados que regresaron al país con la restauración monárquica en 1818 (luego de la revolución y el imperio na­ poleónico): “Ellos no han aprendido nada ni olvidado nada”. Así se sucedieron luego las revoluciones de 1830, que derribó nuevamente a la monarquía, y las de 1848 y 1871, instalando ésta última la Comuna de París, modelo que utilizó Marx para su futura sociedad comunista.
Contra la visión de una Francia igualitaria y receptiva, se alza ahora la de un país donde la desocupación, la discriminación y la precariedad del trabajo nublan el horizonte de los jóvenes, así como la lucha por mantener un sistema de buenas jubilaciones estatales, conquistado en la época del auge económico de la posguerra, constituyó -hace pocos años- la bandera de generaciones anteriores frente al peligro de su privatización. Hoy, el problema principal pasa por la desocupación de los jóvenes, que llega al 25% entre los de 18 a 25 años, pero tiene un pico del 50% en algunas regiones y, sobre todo, en los suburbios populares de París, donde se concentran los hijos de inmigrantes; esos franceses de segunda del norte de África, negros, etc.
Las desigualdades comienzan a notarse recorriendo París, igual que en la mismísima Buenos Aires. Como dice nuestro amigo francés, en Saint Denis, un suburbio en el norte de la ciudad que fue la for-taleza “roja” del partido comunista, coexisten hoy, junto a un conjunto de viviendas de burgueses bohemios -que compran locales o casas con el fin de hacer lofts para instalar “estudios de arte” u “oficinas de estudios de moda”- una gran cantidad de HLM (edificios populares de departamentos). Estos “alojan -continúa el profesor francés- masas de familias desocupadas con millares de jóvenes sin empleo, sin actividad, y que sobreviven traficando todo tipo de cosas”.
La solución esgrimida por el gobierno, el CPE, ha sido duramente criticada por destacados juristas como Tiennot Grumbach, porque durante los dos primeros años deroga las reglas de ruptura, que exigen especialmente una carta de despido, la enunciación de los motivos y una entrevista previa. Parece que se estuviera en la Argentina, donde algunos contratos, sobre todo en el Estado, se hacen mensualmente y los despidos se realizan con un aviso previo de 48 horas.
Sin embargo, como también le cuesta aprender a nuestro país, que recién comienza a salir de una crisis brutal llevada por las mismas re-cetas neoliberales que se pretende implementar en Francia, la derecha local pareciera querer que se reproduzca un nuevo diciembre de 2001 y habla de la “farsa distri-butiva de Kirchner”. Como lo hace en un artículo reciente el inefable José Luis Espert, que no menciona el ejemplo de lo que se intenta aplicar en Francia porque prefiere, más modesto, tomar los de la India y China, que producen todo a precios regalados con los que hay que competir (se guarda de decir que debido a sus bajísimos costos laborales y precarias condiciones sociales). El Estado debe tener -para Espert- funciones indelegables pero limitadas; seguridad, diplomacia, justicia e incluso una intervención mínima en la educación (sólo la básica, hay que dejar vivir a las escuelas medias y universidades privadas) y en la salud (asistiendo esencialmente a los pobres, porque para los asalariados comunes y las clases medias están las prepagas). La injerencia del Estado en la economía debe limitarse así a garantizar la competencia y el libre funcionamiento de los mercados y, sobre todo, a no salir en defensa de “aquellos perjudicados por la libre competencia” que deben arreglárselas solos (entre ellos, los desocupados).
El pensamiento de Hobbes, de la lucha de todos contra todos (bien ejemplificado en el filme El Método), se expresa hoy en la precariedad del empleo y el predominio de un capital omnipresente, monopólico u oligopólico, no en la utópica visión de una multitud de empresas competidoras. Ese pensamiento, que rechaza la mayoría de los franceses, quiere volverse a instalar en la Argentina, donde los intentos del gobierno por mejorar los niveles salariales, regular los mercados (como el de la carne) o redistribuir ingresos, son abiertamente criticados por Espert (aunque tiene razón en el hecho de que la distribución no mejora demasiado todavía). En síntesis, esa derecha de la que nos habla nuestro amigo francés, no tiene remedio aquí, en Francia o en cualquier parte del mundo. Su bandera de lucha sería la de que “seamos todos inmigrantes bolivianos”. Así, los costos laborales se equipararían finalmente a los de los chinos e indios. Además, podríamos proponer a los franceses una solución parecida a la que venimos de descubrir entre nosotros: una “esclavización de los trabajadores” informal y precaria, para que eliminen, de una vez por todas, sus problemas de empleo y falta de competitividad.
Las políticas de los años ‘90 y la crisis de 2001 no bastaron para convencer a nuestros “ultras” de derecha, como tampoco les bastó a los emigrados monárquicos franceses de que el mundo en el que vivían había cambiado. Todavía falta para mejorar las condiciones de vida y de trabajo en nuestra sociedad, pero no podemos retroceder a un pasado que casi nos conduce al desastre y que, en Europa, cobra cuerpo en un país que tanto nos inspiró con sus ideas de igualdad, libertad y fraternidad, y que ahora parece que ha perdido también su rumbo.

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El contrato “primer empleo” (CPE), que intenta resolver el pro-blema de las revueltas de desocupados de los suburbios, ha despertado también la conciencia de los estu-diantes de clase media, que ven sus estudios como un sendero que no conduce a ninguna parte, y sus diplomas como papeles en blanco, destinados a ser exhibidos sólo para conseguir precarios y modestos trabajos. No es nada que pueda asustarnos a los argentinos donde la flexibilidad laboral, la economía informal y los contratos basura son moneda corriente. Pero, para un país acostumbrado a las bondades del Estado de bienestar, los empleos de por vida, las buenas jubilaciones, los préstamos hipotecarios a 30 años (que el CPE impide tomar porque no se puede adquirir un departamento sin la garantía de un trabajo estable), esta iniciativa del gobierno, en vez de calmar las aguas, las agita aun más.
Ahora, los hijos de los inmigrantes se dan cuenta de que sus padres huyeron en vano de la miseria de países peores; y los “enfants” de la clase media ven cómo se evaporan sus sueños de ascenso social o se advierten las primeras señales del descenso. Como me dice en una dramática carta un querido amigo y prestigioso profesor emérito de una universidad parisina: “No podemos negar que nos hallamos en un profundo declive. No solamente económico, con la casi desaparición de nuestras industrias y el hundimiento de una agricultura (¡incluida la vitivinícola!) que no sobrevive sino gracias a las subvenciones europeas”, sino también político y social. Lo más grave
-agrega mi amigo- es que la derecha francesa es muy limitada y puede compararse con los emigrados que regresaron al país con la restauración monárquica en 1818 (luego de la revolución y el imperio na­ poleónico): “Ellos no han aprendido nada ni olvidado nada”. Así se sucedieron luego las revoluciones de 1830, que derribó nuevamente a la monarquía, y las de 1848 y 1871, instalando ésta última la Comuna de París, modelo que utilizó Marx para su futura sociedad comunista.
Contra la visión de una Francia igualitaria y receptiva, se alza ahora la de un país donde la desocupación, la discriminación y la precariedad del trabajo nublan el horizonte de los jóvenes, así como la lucha por mantener un sistema de buenas jubilaciones estatales, conquistado en la época del auge económico de la posguerra, constituyó -hace pocos años- la bandera de generaciones anteriores frente al peligro de su privatización. Hoy, el problema principal pasa por la desocupación de los jóvenes, que llega al 25% entre los de 18 a 25 años, pero tiene un pico del 50% en algunas regiones y, sobre todo, en los suburbios populares de París, donde se concentran los hijos de inmigrantes; esos franceses de segunda del norte de África, negros, etc.
Las desigualdades comienzan a notarse recorriendo París, igual que en la mismísima Buenos Aires. Como dice nuestro amigo francés, en Saint Denis, un suburbio en el norte de la ciudad que fue la for-taleza “roja” del partido comunista, coexisten hoy, junto a un conjunto de viviendas de burgueses bohemios -que compran locales o casas con el fin de hacer lofts para instalar “estudios de arte” u “oficinas de estudios de moda”- una gran cantidad de HLM (edificios populares de departamentos). Estos “alojan -continúa el profesor francés- masas de familias desocupadas con millares de jóvenes sin empleo, sin actividad, y que sobreviven traficando todo tipo de cosas”.
La solución esgrimida por el gobierno, el CPE, ha sido duramente criticada por destacados juristas como Tiennot Grumbach, porque durante los dos primeros años deroga las reglas de ruptura, que exigen especialmente una carta de despido, la enunciación de los motivos y una entrevista previa. Parece que se estuviera en la Argentina, donde algunos contratos, sobre todo en el Estado, se hacen mensualmente y los despidos se realizan con un aviso previo de 48 horas.
Sin embargo, como también le cuesta aprender a nuestro país, que recién comienza a salir de una crisis brutal llevada por las mismas re-cetas neoliberales que se pretende implementar en Francia, la derecha local pareciera querer que se reproduzca un nuevo diciembre de 2001 y habla de la “farsa distri-butiva de Kirchner”. Como lo hace en un artículo reciente el inefable José Luis Espert, que no menciona el ejemplo de lo que se intenta aplicar en Francia porque prefiere, más modesto, tomar los de la India y China, que producen todo a precios regalados con los que hay que competir (se guarda de decir que debido a sus bajísimos costos laborales y precarias condiciones sociales). El Estado debe tener -para Espert- funciones indelegables pero limitadas; seguridad, diplomacia, justicia e incluso una intervención mínima en la educación (sólo la básica, hay que dejar vivir a las escuelas medias y universidades privadas) y en la salud (asistiendo esencialmente a los pobres, porque para los asalariados comunes y las clases medias están las prepagas). La injerencia del Estado en la economía debe limitarse así a garantizar la competencia y el libre funcionamiento de los mercados y, sobre todo, a no salir en defensa de “aquellos perjudicados por la libre competencia” que deben arreglárselas solos (entre ellos, los desocupados).
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