Reconocer al alumno como un coproductor de su formación

La calidad de la formación supone la participación activa del alumno.
No hay formación real sin apropiación. Toda adquisición de competencias supone una actividad de aprendizaje, y por tanto una inversión personal del alumno. El dominio de nuevas operaciones cognoscitivas, la reorganización de las representaciones, la posesión de capacidades de diagnóstico de las averías de una máquina sólo se pueden obtener con la implicación de los alumnos. Como en todo servicio, la formación es un acto en que la producción y la participación activa del "usuario" están estrechamente ligadas: hay "servucción".
Probablemente hasta este momento los actores de la formación continua hayan puesto demasiado énfasis en la pedagogía en detrimento del aprendizaje. Después del período de entusiasmo de la pedagogía inspirada por Carl Rogers en los años sesenta que centraba  en la persona que aprende,  el punto de vista del formador todavía ha seguido estando demasiado privilegiado en relación con el del alumno. Prueba de ello es esta dificultad cultural, que se constata incesantemente, para formular objetivos de formación desde el punto de vista de quienes aprende. La resistencia a formular objetivos en términos de "se capaz de" no se debe únicamente a problemas de orden técnico sino también -en gran medida- a la fuerte imposición de un modelo escolar que, sin embargo, está desfasado. El formador fija los objetivos que desea alcanzar y difunde unos contenidos. El término "aprendizaje" se refiere aquí a la propia actividad de aprender y no a los dispositivos institucionales par alumnos. ha hecho falta el ingenio pedagógico de los formadores de Quebec para atreverse a hablar de los "educandos". El binomio formador/alumno deja poca iniciativa al segundo de los términos. "Alumno" remite a un estado y no a un actor. La aparición de alumnos "que aprenden" revela sin duda una evolución. Las competencias no constituyen un "producto" que existe con anterioridad a quien las adquiere. El alumno se apropia de ellas al mismo tiempo que se producen. En el ámbito de los servicios, la formación -como la educación o la sanidad- tiene la particularidad de actuar sobre el cliente inmediato: el alumno o el paciente. No existe disociación entre el servicio y la persona beneficiaria de este. El paciente no se curará sino quiere seguir las prescripciones facultativas y adoptar un régimen de vida adecuado. El alumno no será competente si no realiza el esfuerzo de aprender y aplicar las competencias adquiridas. Sin la motivación de adquirir o aprender, las prestaciones de salud o las acciones de formación corren el riesgo de no tener más que efectos débiles.
Esta necesaria implicación del alumno pone en primer plano el papel decisivo de la motivación en la obtención de la calidad de formación. Una formación que no despierte el deseo  de aprender tendrá pocas posibilidades de alcanzar un buen nivel de calidad. Gestionar la calidad de la formación supone, por tanto, asegurar que se hallan reunidas las condiciones propicias para la aparición y el apoyo de la motivación de quienes aprenden. Es muy difícil ser coproductor d ela formación por obligación.
Esta coproducción afecta, igualmente a las relaciones entre formadores. Lo mismo sucede en el ámbito de la sanidad. La dirección de un hospital tiene que colaborar necesariamente con el médico cercano para garantizar la salud de los enfermos hospitalizados. Sin esta cooperación en el seguimiento de la asistencia, el paciente corre un gran peligro de no recuperar un estado normal de salud. Esto empieza con la redacción por parte del médico del hospital de una carta informativa precisa al médico de cabecera, donde le informa lo que se le ha hecho al paciente en el hospital y del comportamiento médico de este último. es el primer eslabón de una responsabilización que como se hace cada vez más evidente, tiene que ser compartida.

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