Los obreros invisibles

Ellos marcharon por el centro de la ciudad, el pasado viernes. Llevaban una pancarta con la leyenda "Viva los Trabajadores Costureros" y banderas bolivianas.
Un diario del régimen dijo que eran dos mil. Pero cinco cuadras compactas de manifestantes, sin palos ni bombos ni el cotillón acostumbrado, son muchos más.
De cualquier modo, estaban representando a decenas de miles, dispersos en talleres de la Capital y el gran Buenos Aires, con papeles y sin papeles, trabajando a destajo, de sol a sol (aunque la luz del sol, en los talleres clandestinos, pocas veces se ve).
Allí marchaban los obreros invisibles, los nuevos "cabecitas negras", frente a un establishment que prefirió mirar para otro lado. Un establishment formado incluso por una consentida burocracia sindical, para quien el trabajador boliviano es más una amenaza, un competidor desleal, que un sujeto de derechos.
El trágico incendio de Caballito, en el que perecieron dos de estos obreros invisibles y cuatro niños, fue escandalosamente manipulado y distorsionado por la prensa oficialista.
La caracterización "trabajo esclavo", rápidamente lanzada por el jefe de Gobierno porteño, Jorge Telerman, fue la cortina de humo que sirvió para ocultar el hecho, evidente, de que la administración municipal porteña sigue -de alguna manera- propiciando tragedias como la de Cromañón.
También propicia (o, por lo menos, consiente) el trabajo esclavo, semi-esclavo, ilegal, semi-legal, inseguro, semi-seguro y la interminable lista de eufemismos que se nos ocurra, siempre concebidos para no llamar a las cosas por su nombre.

Un mundo que se horroriza

En tiempos del ministro Martínez de Hoz y de su "tablita" cambiaria, con la complacencia de una parte de la burocracia sindical, los empresarios textiles argentinos bajaron la cortina de sus fábricas, atadas a una maquinaria obsoleta y sujetas a convenios laborales de otras épocas, que les impedían competir con la producción extranjera.
Entonces, devinieron importadores. Viajaban a Malasia, al reino de los Tigres Asiáticos y de los nuevos tycoons de Oriente, que estaban mostrando al mundo lo barato que se puede producir ignorando los derechos laborales o esas (molestas) conquistas de un siglo de luchas obreras en Occidente.
Seleccionaban las telas y modelos de las prendas, determinaban las cantidades y la forma de pago. Luego, se tomaban el avión de vuelta, mientras los vendedores se encargaban de embarcar las telas y los obreros (sí, los obreros) para confeccionar esa ropa vendida en la misma bodega del barco, durante el viaje hacia Buenos Aires.
Los barcos-factoría del rubro textil tienen la ventaja, para sus propietarios, de que no están sujetos a jurisdicción ni territorialidad alguna. Producen en alta mar, con obreros semi esclavos (otra vez los eufemismos), quienes además agradecen a sus “amos” la oportunidad laboral que les brindan.
De repente, se hunde un barco factoría frente a las costas de un país occidental, con tanta mala suerte que hay cámaras o testigos registrando el hecho. Entonces, el mundo se horroriza del trabajo esclavo.
O se encuentra en el Reino Unido un container con trabajadores esclavos que alguien se olvidó de recoger. Todos muertos, claro. El mundo se horroriza.
Naufraga una "patera" en el Mediterráneo, con emigrantes africanos embarcados en Melilla, cuyo único sueño era llegar a España y convertirse… en trabajadores ilegales. El mundo se horroriza.
Una barco patrullero intercepta otro barco, precario, que lleva emigrantes indocumentados hacia Australia, desde la zona de Iraq y el Golfo Pérsico.
Los marinos australianos tienen la piedad de traspasar a esos trabajadores emigrantes a la cubierta de un tanque petrolero que se dirige hacia el Golfo. Acto seguido, hunden la nave ilegal.
El mundo ya no se horroriza, aunque cavila sobre lo mal que están las cosas.

Cuando nadie los vio pasar

Hay más de dos millones de trabajadores bolivianos en la Argentina. Muchos de ellos trabajan en chacras y quintas del Conurbano bonaerense. Otros, se desempeñan en la Construcción o en algún rubro industrial. Un grupo numeroso -particularmente, mujeres y niños- se dedica a la venta callejera o ambulante.
Algunas jóvenes bolivianas se emplean en el llamado “servicio doméstico” (es decir: son obreras de limpieza, a domicilio).
Esos miles que marcharon el viernes hasta la Plaza de Mayo -seguramente azuzados por sus mismos patrones y capataces- portaban un doble reclamo: que se reabran los talleres súbitamente clausurados por el gobierno de la ciudad y conseguir una mejora en la situación de trabajo (blanqueo, radicación en el país, aportes sociales, etcétera).
Porque, pongámoslo en claro: no son esclavos de las galeras o el circo romano, como Espartaco. No son esclavos como aquellos que cantaban spirituals en los algodonales de Virginia.
No. Son obreros, en condiciones inhumanas de trabajo. Su problema no lo tienen que atender las Naciones Unidas, sino los Estados concretos que legislan y regulan las condiciones de trabajo.
Tampoco el sindicalismo encaró con un espíritu solidario el tema de esos obreros bolivianos que han sido puestos entre dos fuegos: el fuego de un taller que se incendia y los mata, por un lado; el fuego de la intemperie y la desocupación, que también los mata, por el otro.
Ni siquiera la dirigencia política, tan presta otras veces para adherir a las causas humanitarias, vio pasar esa masa de obreros textiles por las calles de Buenos Aires. “Son ilegales, no votan en ningún distrito”, habrán especulado.
De los empresarios y dueños de franquicias que se sirvieron de la producción de esos obreros, en los más de 40 talleres ilegales clausurados por el gobierno de la ciudad, por otra parte, se sabe muy poco.
Trascendieron algunas marcas de productos, pero la mayoría de los medios prefirió no incursionar en el terreno, ya que eso podría afectar las pautas publicitarias.
Realmente huérfanos están esos obreros de la Unión de Trabajadores Costureros, en esta Argentina del siglo XXI.
Tendrán que construir desde muy abajo. Tendrán que convencer de la necesidad de unirse a miles de sus compañeros, llegados desde Bolivia con el sueño -cada vez más frágil- de trabajar, de ahorrar, de crecer y multiplicarse.
Tendrán que enseñar -y aprender- una difícil asignatura llamada solidaridad. Como otros lo hicieron antes, en épocas que la humanidad creía superadas.
"Aquí no hay esclavos, hay trabajadores", gritaron los obreros invisibles el pasado viernes, cuando todas las ventanas de la ciudad habían sido cerradas.

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Los obreros invisibles

Ellos marcharon por el centro de la ciudad, el pasado viernes. Llevaban una pancarta con la leyenda "Viva los Trabajadores Costureros" y banderas bolivianas.
Un diario del régimen dijo que eran dos mil. Pero cinco cuadras compactas de manifestantes, sin palos ni bombos ni el cotillón acostumbrado, son muchos más.
De cualquier modo, estaban representando a decenas de miles, dispersos en talleres de la Capital y el gran Buenos Aires, con papeles y sin papeles, trabajando a destajo, de sol a sol (aunque la luz del sol, en los talleres clandestinos, pocas veces se ve).
Allí marchaban los obreros invisibles, los nuevos "cabecitas negras", frente a un establishment que prefirió mirar para otro lado. Un establishment formado incluso por una consentida burocracia sindical, para quien el trabajador boliviano es más una amenaza, un competidor desleal, que un sujeto de derechos.
El trágico incendio de Caballito, en el que perecieron dos de estos obreros invisibles y cuatro niños, fue escandalosamente manipulado y distorsionado por la prensa oficialista.
La caracterización "trabajo esclavo", rápidamente lanzada por el jefe de Gobierno porteño, Jorge Telerman, fue la cortina de humo que sirvió para ocultar el hecho, evidente, de que la administración municipal porteña sigue -de alguna manera- propiciando tragedias como la de Cromañón.
También propicia (o, por lo menos, consiente) el trabajo esclavo, semi-esclavo, ilegal, semi-legal, inseguro, semi-seguro y la interminable lista de eufemismos que se nos ocurra, siempre concebidos para no llamar a las cosas por su nombre.

Un mundo que se horroriza

En tiempos del ministro Martínez de Hoz y de su "tablita" cambiaria, con la complacencia de una parte de la burocracia sindical, los empresarios textiles argentinos bajaron la cortina de sus fábricas, atadas a una maquinaria obsoleta y sujetas a convenios laborales de otras épocas, que les impedían competir con la producción extranjera.
Entonces, devinieron importadores. Viajaban a Malasia, al reino de los Tigres Asiáticos y de los nuevos tycoons de Oriente, que estaban mostrando al mundo lo barato que se puede producir ignorando los derechos laborales o esas (molestas) conquistas de un siglo de luchas obreras en Occidente.
Seleccionaban las telas y modelos de las prendas, determinaban las cantidades y la forma de pago. Luego, se tomaban el avión de vuelta, mientras los vendedores se encargaban de embarcar las telas y los obreros (sí, los obreros) para confeccionar esa ropa vendida en la misma bodega del barco, durante el viaje hacia Buenos Aires.
Los barcos-factoría del rubro textil tienen la ventaja, para sus propietarios, de que no están sujetos a jurisdicción ni territorialidad alguna. Producen en alta mar, con obreros semi esclavos (otra vez los eufemismos), quienes además agradecen a sus “amos” la oportunidad laboral que les brindan.
De repente, se hunde un barco factoría frente a las costas de un país occidental, con tanta mala suerte que hay cámaras o testigos registrando el hecho. Entonces, el mundo se horroriza del trabajo esclavo.
O se encuentra en el Reino Unido un container con trabajadores esclavos que alguien se olvidó de recoger. Todos muertos, claro. El mundo se horroriza.
Naufraga una "patera" en el Mediterráneo, con emigrantes africanos embarcados en Melilla, cuyo único sueño era llegar a España y convertirse… en trabajadores ilegales. El mundo se horroriza.
Una barco patrullero intercepta otro barco, precario, que lleva emigrantes indocumentados hacia Australia, desde la zona de Iraq y el Golfo Pérsico.
Los marinos australianos tienen la piedad de traspasar a esos trabajadores emigrantes a la cubierta de un tanque petrolero que se dirige hacia el Golfo. Acto seguido, hunden la nave ilegal.
El mundo ya no se horroriza, aunque cavila sobre lo mal que están las cosas.

Cuando nadie los vio pasar

Hay más de dos millones de trabajadores bolivianos en la Argentina. Muchos de ellos trabajan en chacras y quintas del Conurbano bonaerense. Otros, se desempeñan en la Construcción o en algún rubro industrial. Un grupo numeroso -particularmente, mujeres y niños- se dedica a la venta callejera o ambulante.
Algunas jóvenes bolivianas se emplean en el llamado “servicio doméstico” (es decir: son obreras de limpieza, a domicilio).
Esos miles que marcharon el viernes hasta la Plaza de Mayo -seguramente azuzados por sus mismos patrones y capataces- portaban un doble reclamo: que se reabran los talleres súbitamente clausurados por el gobierno de la ciudad y conseguir una mejora en la situación de trabajo (blanqueo, radicación en el país, aportes sociales, etcétera).
Porque, pongámoslo en claro: no son esclavos de las galeras o el circo romano, como Espartaco. No son esclavos como aquellos que cantaban spirituals en los algodonales de Virginia.
No. Son obreros, en condiciones inhumanas de trabajo. Su problema no lo tienen que atender las Naciones Unidas, sino los Estados concretos que legislan y regulan las condiciones de trabajo.
Tampoco el sindicalismo encaró con un espíritu solidario el tema de esos obreros bolivianos que han sido puestos entre dos fuegos: el fuego de un taller que se incendia y los mata, por un lado; el fuego de la intemperie y la desocupación, que también los mata, por el otro.
Ni siquiera la dirigencia política, tan presta otras veces para adherir a las causas humanitarias, vio pasar esa masa de obreros textiles por las calles de Buenos Aires. “Son ilegales, no votan en ningún distrito”, habrán especulado.
De los empresarios y dueños de franquicias que se sirvieron de la producción de esos obreros, en los más de 40 talleres ilegales clausurados por el gobierno de la ciudad, por otra parte, se sabe muy poco.
Trascendieron algunas marcas de productos, pero la mayoría de los medios prefirió no incursionar en el terreno, ya que eso podría afectar las pautas publicitarias.
Realmente huérfanos están esos obreros de la Unión de Trabajadores Costureros, en esta Argentina del siglo XXI.
Tendrán que construir desde muy abajo. Tendrán que convencer de la necesidad de unirse a miles de sus compañeros, llegados desde Bolivia con el sueño -cada vez más frágil- de trabajar, de ahorrar, de crecer y multiplicarse.
Tendrán que enseñar -y aprender- una difícil asignatura llamada solidaridad. Como otros lo hicieron antes, en épocas que la humanidad creía superadas.
"Aquí no hay esclavos, hay trabajadores", gritaron los obreros invisibles el pasado viernes, cuando todas las ventanas de la ciudad habían sido cerradas.

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