Los nietos que Galicia necesita

Razones económicas que el corazón y el sentido común no entienden han hecho que el Gobierno de España vuelva a negar la condición de españoles a los nietos de los emigrantes. Pasados los siglos, España sigue siendo la "madrastra de sus hijos verdaderos" que inspiró los doloridos versos de Lope de Vega. Ahora es, además, abuelastra de sus nietos.
El ministro de Trabajo, Jesús Caldera, acaba de fundar su negativa en prolijos argumentos que, aproximadamente, vienen a ser los mismos esgrimidos por el anterior gobierno conservador hace cuatro años. Lo sorprendente es que, entonces, el partido que actualmente gobierna en España sostenía la tesis opuesta.
Choca esta actitud con la de otros Estados de la Unión Europea muy próximos a éste que, a diferencia del español, no han tenido inconveniente alguno en reconocer a su descendencia emigrante. Ahí está el ejemplo de Italia, que proporciona la nacionalidad no sólo a los nietos, sino incluso a los bisnietos de sus emigrantes. O el más cercano aún de Portugal, que acaba de aprobar una ley por la que se concede la nacionalidad a la parentela de sus expatriados hasta la tercera generación.
Podría atribuirse la decisión -tan cicatera- del Gobierno español a cierta necesidad de limitar la entrada de inmigrantes por razones de orden económico y social. Lo paradójico, sin embargo, es que tanto este como los anteriores gobiernos se caracterizaron precisamente por una absoluta falta de política en lo tocante a la regulación de los flujos migratorios. Prueba de ello es el desordenado y elefantiásico crecimiento del censo de residentes en España durante los últimos cinco años.
Cuestiones de familia aparte, no harán falta mayores explicaciones para advertir que los inmigrantes llegados de Latinoamérica -sean o no descendientes de gallegos- resultan de mucha más fácil integración que los procedentes de otras culturas exóticas. Todos tienen los mismos derechos, naturalmente; pero sería absurdo ignorar que la integración de gentes del mismo idioma, idéntico ámbito cultural y a menudo mejor nivel de instrucción que la media española habrá de ser, por fuerza, menos conflictiva que la de otros grupos étnicos.
A todo esto habría que agregar, tal vez, una cierta exigencia de reciprocidad basada en el agradecimiento hacia aquellos países -Argentina, México, Chile, Uruguay o Venezuela, por ejemplo- que en su día acogieron a los españoles cuando aquí pintaban bastos en la partida de la supervivencia.
Al hablar de "españoles" en materia de emigración se alude inevitablemente a los gallegos, que no por casualidad se conoce con nuestra denominación de origen en Latinoamérica a los naturales de cualquier parte de España. De ahí que la escasa generosidad del Gobierno a la hora de extender los beneficios de la nacionalidad española a los descendientes de la emigración nos afecte de modo particular a los vecinos de Galicia.
Negar la nacionalidad a los nietos de los gallegos que el pasado siglo se vieron abocados a la emigración es tanto como renegar de la familia, aunque tal vez el Gobierno -enfrascado en sus números- no entienda de estas cuestiones sentimentales.
Por fortuna, el presidente gallego Emilio Pérez Touriño acaba de dejar claro que su gobierno no renuncia a extender la nacionalidad española a los nietos de emigrantes que quieran volver. Por desgracia, no está en su mano hacerlo; aunque algo podrá influir desde el momento en que pertenece al mismo partido que gobierna en España.
En realidad es la propia Galicia -envejecida y sin repuestos demográficos propios- la que no puede permitirse el lujo de renunciar a la inyección de savia joven y bien instruida que representan los nietos y, ¿por qué no?, los bisnietos de quienes un día cruzaron el océano en busca de un futuro que aquí se les negaba. Si el Gobierno de España no lo comprende, el de Galicia debiera recordárselo.

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