Consideraciones sobre el mercado laboral en Argentina

El presente trabajo intentará caracterizar el mercado laboral en la Argentina, en la década del noventa. Para el logro de este fin se harán algunas referencias acerca de su evolución en nuestro país durante el último medio siglo. Tomaremos a tal efecto tres grandes períodos.

      1940-1975 Pleno empleo

       1975-1991 Período de transición

       1991-hasta nuestros días. Desocupación estructural.

El desempleo debe ser considerado en un contexto de largo plazo, que tenga en cuenta rasgos históricos asumidos por la especial conformación del mercado local.
Intentaremos un abordaje de la evolución del mercado de trabajo en nuestro país, durante el último medio siglo, tratando de hacer hincapié en la última década, la de los noventa.

Primer período – 1940 -1975

Como consecuencia de la gran crisis mundial de 1930, la Argentina debe abandonar el modelo agroexportador que hegemonizado por los grandes terratenientes de la pampa húmeda, había presidido su desenvolvimiento desde fines del siglo XIX. Se inicia entonces un proceso de desarrollo basado en la industrialización sustitutiva de importaciones que habría de perdurar casi 50 años, con estrategias distintas en cada momento histórico.
El país gozó de una situación de pleno empleo hacia los comienzos de la década del ´40, quedando así de lado la desocupación que alcanzó niveles distintivos en la década anterior. Las restricciones impuestas por la Segunda Guerra Mundial fueron la causa más importante del cambio. La demanda fabril se había convertido en el motor del pleno empleo en el marco de una política de sustitución de importaciones, generando un proceso que se retroalimentaba a sí mismo, la plena ocupación demandaba bienes de consumo y exigía mayor producción local para satisfacerla. El Censo Industrial de 1946 puso en evidencia la incorporación de medio millón de trabajadores en el sistema fabril, en relación al censo de 1935. El pleno empleo se expresó también en el aumento de la población ocupada acompañado por el avance de la organización sindical. El sindicalismo se organizó por ramas y se estructuró verticalmente en una central única, la CGT, cuyo poder residía fundamentalmente en el fenómeno de pleno empleo.
Recordemos que el quiebre del modelo de sustitución de importaciones afectó profundamente el rol del Estado y con él, la inserción política de los sindicatos. En la medida que el Estado jugaba un papel central en la distribución del ingreso entre sectores y en la medida que la expansión industrial estaba en la base del crecimiento del empleo, la articulación de los sindicatos con el Estado les aseguraba la posibilidad de intervenir en la puja distributiva al mismo tiempo que se fortalecía su base de afiliación. Pero además, la puja sectorial de ingresos posibilitaba a los sindicatos alinearse junto a los industriales contra el agro, y con ello sostener un modelo político que puede ser considerado como un modelo de alianza de clases a través del Estado, constitutivo de la tradición política peronista.
En este modelo los sindicatos podían a la vez apoyar políticas estatales tendientes a favorecer a los industriales, ya que indirectamente los favorecían por ser compatibles con el aumento de salarios, y resignar en parte la confrontación de clases, a través de una integración con el Estado en la cual la relación con el adversario de clase, devenía en una complementación funcional. Esta situación singular difería considerablemente del rol de los sindicatos en el modelo agroexportador prevaleciente hasta la década de los ´30.
En 1958 accede al poder un nuevo bloque constituido por la alianza de la burguesía industrial nacional y el capital extranjero, corporizado este último por grandes empresas transnacionales norteamericanas que afluyen entonces al país en magnitudes significativas. Este nuevo modelo de acumulación fue impulsado por el gobierno civil del Dr. Arturo Frondizi. (1958-1962)[1]
El mercado de trabajo se caracterizaba por una oferta excedente de trabajo calificado y una demanda excedente de no calificado (obreros de la construcción, servicio doméstico, etc.) que explicaría la inmigración de mano de obra de baja calificación desde otros países limítrofes.
Si se compara la situación de Argentina con la del resto de América Latina, se observa que los niveles de empleo y subempleo son menores debido a un ritmo de crecimiento de la PEA[2] mucho más lento que en otros países de la misma región. La reducción continua de la participación de los jóvenes en la PEA, el retiro masivo y más temprano de la oferta de trabajo, a medida que se amplían la cobertura de beneficios jubilatorios y el incremento de la tasa de participación femenina, que asciende del 23% en 1960 al 27% en 1980, se combinaron con la tasa relativamente lenta de crecimiento de la población, de modo que la oferta de empleo se fue ajustando a las condiciones de la demanda.
La importante inserción de trabajadores en la manufactura fue acompañada por el avance de la organización sindical. Las reivindicaciones obreras cobraban fuera, por la alta demanda de mano de obra, más que por el activismo puramente sindical.
Debemos decir como dato ilustrativo que el sistema de relaciones laborales desarrollado en este período, en nuestro país, fue el llamado modelo fondista-taylorista que se consolidó entre 1950 y 1975, y cuyas características fundamentales fueron:

– Alto grado de intervención y regulación estatal.
Fuerte centralización de la negociación colectiva por rama de actividad.
– Predominio de categorías profesionales.
Salarios basados en paritarias.
– Tipos de organización en el trabajo (ritmos de trabajo y niveles de producción).

Después de 1960 la industria local pierde su eje hegemónico en cuanto a la generación de nuevos empleos, en cambio, el grupo cuentapropista duplicó su participación en el mercado del trabajo urbano durante este período. Este grupo disponía de un ingreso promedio más elevado que el percibido por los asalariados, continuidad en sus actividades, integración elevada en el medio social y pertenencia  a los sectores medios por sus ingresos y sus pautas de conducta.
Se puede afirmar que la industrialización sustitutiva del modelo desarrollista dejó impresa en la estructura productiva una capacidad del sector industrial para liderar el crecimiento económico global, pero esto se acompañó por una débil capacidad de creación de empleo en este sector. Por consiguiente la fuerza de trabajo se dirigió hacia sectores de menor productividad como la construcción y el sector terciario.

Período –1975-1991: llamado “período de transición”

A nivel internacional es importante tener en cuenta la crisis petrolera de 1973, generada por el aumento en el precio del barril de petróleo puro dispuesto por los países miembros de la OPEP[3]. Las consecuencias de esta crisis se evidenciaron en nuestro país, es así que el modelo tradicional del funcionamiento de la economía (industrialización por sustitución de importaciones) sucumbió en 1975 bajo un poderoso shock inflacionario, que continuó con diversos altibajos durante varios años. A estas condiciones económicas se le agrega el golpe de estado de 1976, en el campo político. Puede caracterizarse al nuevo bloque dominante como una alianza entre el estamento militar y el segmento más concentrado de la burguesía nacional y de las empresas transnacionales. El programa de este gobierno militar cambió las orientaciones de industrialización sustitutiva que en sus variantes distribucionistas o concentradoras habían estado vigentes desde 1930.
En este período de transición la inflación registró un promedio superior al 300% anual. Los salarios experimentaron una reducción mayor a la registrada en la etapa anterior, el salario promedio se redujo alrededor de un 30% entre 1974 y 1977. La lenta reducción del ritmo inflacionario a partir de 1979 permitió una mejora pausada del salario real.
La política económica del Ministro de Economía de la citada dictadura militar, Martínez de Hoz, posibilitó la acumulación de una deuda enorme que se tradujo en una profunda crisis. Las políticas oficiales se encontraron acotadas por el peso de la deuda y sus intereses, la presión de los acreedores, la escalada inflacionaria y la fuga de los agentes económicos hacia las operaciones financieras en desmedro de las productivas. En este período la industria y las empresas del sector público fueron expulsoras netas de mano de obra. Sin embargo, no se incrementa la desocupación sino el cuentapropismo (que utilizó como capital las indemnizaciones recibidas por parte del Estado y de las empresas privadas).
El desempleo pasa del 4.6% en la década del 70 al 6.2% en la del 80.
A pesar de que la economía no creció, la PEA aumentó en 2.3 millones de personas en la década del 80, la tasa de empleo subió del 36% al 40%, ese aumento estuvo impulsado por el regreso a la actividad del estrato de mayor edad, en busca de alivio frente al deterioro de los beneficios jubilatorios y el alza de la tasa de participación femenina que pasó el 27% al 40%.
La participación de los asalariados en la PEA total cayó del 72% que registró en el período de posguerra hasta el 65% en 1991. La población que se autoemplea -cuentapropista- saltó del 28% al 35%. La menor cantidad de asalariados industriales y la reducción relativa  de los asalariados en la totalidad de la PEA, se reflejó en la caída de peso relativo de los sindicatos y en la erosión del poder de negociación de los trabajadores.
En términos estructurales el período de transición iniciado en 1975 finalizó a mediados de 1989, la hiperinflación fue el momento de quiebre.

Período 1991 hasta el presente

El registro de altas tasas de desocupación en Argentina constituye el fenómeno del mercado del trabajo, más significativo en la época actual. Una de las causas de la desocupación es la reducción del número de asalariados que se operó sistemáticamente en diferentes ámbitos. El gobierno redujo al mínimo posible la inversión pública, fuente generadora de empleo. En el sector privado se llevó a acabo una intensa racionalización de personal bajo la presión de la apertura económica y la competencia de los oferentes del exterior. Algunas ramas productivas cerraron en forma masiva como por ejemplo la electrónica de consumo y textiles. El Censo Industrial 1994 mostró que este sector (el sector privado) perdió el 22% de su personal respecto del de 1985.
En lo referente al sector servicios, sólo unos pocos incrementaron su demanda de empleo, la mayoría enfrentó cambios operatorios, el pequeño comercio se encuentra sometido a la presión de los hipermercados.
La modificación de las condiciones del mercado de trabajo generaron un aumento de la precariedad del empleo que se mide por la cantidad de horas trabajadas, por la duración de los contratos de trabajo o por la observancia de las normas legales. Hacia 1992 cerca del 40% de los asalariados trabajan en empresas que no cumplen con las leyes sociales. Signos evidentes de las tendencias objetivas a la flexibilización laboral.
La solución tradicional a la amenaza del desempleo era el cuentapropismo. El desempleo aumentó de modo continuo desde el lanzamiento del Plan de Convertibilidad: del 6% en 1991 pasó al 7% en 1992, y a 9.1% en 1993; el 12.1% registrado en 1994 tendió a ser ignorado por la mayor parte de los observadores hasta que el 18.1% de 1995 registró el punto de inflexión. Para una PEA estimada en 12.500.000, esta tasa significa una cifra superior al millón de desocupados.
Las tasas de desocupación que acabamos de citar son las más elevadas que se hayan registrado en la Argentina e indican la emergencia de la desocupación como un problema estructural.
Esto es una novedad para una sociedad que, históricamente, concebía la desocupación a lo sumo como un problema coyuntural, en términos globales, o acotado a situaciones específicas del norte o el litoral del país.
Este cambio de modelo se refleja en los niveles salariales y en la flexibilización de las condiciones de trabajo; el deterioro y la pérdida de ingresos de amplios sectores sociales tiene una incidencia directa sobre la salud y la educación, imprescindibles para una calidad de vida adecuada.
En los últimos seis años el aumento anual de ocupados estuvo compuesto por subocupados, lo cual nos remite a la precariedad de las condiciones del mercado laboral.
El 60% del nuevo empleo es definido como una suerte de “ocupación disfrazada” y el 40% restante tampoco son asalariados plenos, de acuerdo a los datos del Ministerio de Trabajo entre mayo y septiembre de 1997 sólo se registraron 12.056 nuevos trabajadores con aportes jubilatorios. Es sabido que los puestos de trabajo para ser tales deben reunir permanencia y calidad porque la transitoriedad puede dar un buen guarismo en un momento y desfavorables sorpresas en las encuestas próximas.
Sólo la tercera parte de la fuerza laboral trabaja 8 horas diarias ó 45 horas semanales.
(INDEC-ENCUESTA 1997) Las cifras oficiales indican que las personas sobreocupadas suman 1.891.613, casi el 42% de los trabajadores ocupados. El 36% de los asalariados está en negro, ganan un 40% menos que los trabajadores blanqueados. El 14.3% están desocupados. El 13.1% subocupados[4].
Desde 1990 se viene verificando un aumento del número de personas que no trabajan, que trabajan poco o que trabajan mucho. Mientras caen los ocupados con jornadas laborales normales.
En relación a octubre de 1990 se registran 370.000 desocupados; 320.000 nuevos subocupados y 175.000 sobreocupados más. En cambio disminuyeron en 220.000 personas los ocupados de 45 horas semanales.

Esta paradoja laboral puede ser analizada teniendo en cuenta las siguientes situaciones:

    Un número mayor de personas trabaja más horas para compensar al menos parcialmente la pérdida de ingresos. En la década del 80 se atribuyó este hecho a los empleados públicos, ahora tras las privatizaciones parece ser un rasgo del empleo privado.

   La flexibilidad laboral de hecho o de derecho cambió el ritmo laboral. Así ante una suba de la producción las empresas se inclinan por aumentar las horas al mismo plantel, antes que tomar nuevos trabajadores; es además la condición para la inversión de capitales.

La agudización del proceso de flexibilización laboral contribuye a la desocupación, subocupación y la sobreocupación, tornándose de este modo funcional al modelo neoliberal. Ya que con ella se consigue adaptar la fuerza laboral a las empresas transformadas, en las que la introducción de tecnología facilita la polivalencia funcional.[5]
Este concepto lleva necesariamente a comprender nuevas formas de organización del trabajo, pero de ningún modo a la creación del mismo.
El análisis de las características del mercado laboral se refiere tanto a la cantidad de desocupados como a las condiciones en que se desarrollan sus actividades aquellos que disponen de un empleo. Los trabajadores que manifiestan disconformidad con sus trabajos, subocupados y sobreocupados en el área metropolitana[6] superan los 2.5 millones. Triplican a los 754 mil desempleados en dicha zona que registra el INDEC. De acuerdo a los registros de dicho organismo oficial, en octubre último, el 25,7% de los ocupados en esta área estaban buscando otra ocupación. Los especialistas asocian este fenómeno con las bajas remuneraciones ofrecidas y con la necesidad de completar ingresos con otra actividad.
Otro aspecto interesante a tener en cuenta en este modelo económico es la situación de los sobreocupados que alcanzan a casi 1.9 millón de personas, 173 mil más que las registradas en el año 1996. También aumentó el número de los que trabajan más de 62 horas semanales que en la actualidad suman 635 mil personas, 24 mil más que en 1996, representan el 14.1% del total de ocupados de la región, casi una cada 6 personas.
Un análisis sobre la calidad de los puestos de trabajo generados surge de los niveles de instrucción requeridos. En el último semestre de 1997 unos 128 mil, poco más del 70% del total de nuevos ocupados en el área metropolitana, son personas que sólo tienen instrucción primaria.
Los programas de empleo subsidiados por el Ministerio de Trabajo o los planes de trabajo público de la provincia de Buenos Aires no se discriminan especialmente y en las tablas del INDEC figuran como “otros servicios”, al igual que el resto de los empleados públicos. Todas estas “modalidades de trabajo” financiadas por el Estado, por un lapso de tres a seis meses, corresponden a tareas sencillas que son cubiertas por trabajadores no calificados. Ello podría explicar el aumento de empleo de baja calificación, que modificó la norma de años anteriores, de acuerdo a la misma crecía más la ocupación entre trabajadores de alta formación debido a mayor selectividad de los empresarios en un mercado sobreofertado.
Gran parte de los nuevos empleos en Capital Federal y Gran Buenos Aires son transitorios, ya sea porque están asociados a trabajos financiados por el Estado o bien porque surgen en los sectores más informales. Las categorías “otros servicios” que incluyen los personales y “servicio doméstico” explican en conjunto el 62% del total de los puestos de trabajo creados entre mayo y octubre de 1997.
Eduardo Galeano[7] al referirse a las condiciones laborales expresa lo siguiente… “Este fin de siglo está rifando las conquistas laborales del siglo entero… Estos derechos laborales legalmente obtenidos, consagrados como universales habrían sido en otros tiempos frutos de otros miedos, los miedos del poder… Pero el poder asustado de ayer es el poder que hoy por hoy asusta para ser obedecido”.

El nuevo modelo de acumulación y el mercado de trabajo en la Argentina de los ‘90

El mercado de trabajo

Para enfrentar los problemas económicos heredados del período 1973-1983, la crisis de la deuda externa, la inflación recurrente y las persistentes dificultades de la balanza comercial, después de 1984 se pusieron en marcha sucesivos programas de estabilización que no tuvieron éxito duradero. Algunos de estos programas introdujeron estrategias novedosas, pero recién el programa económico que se inició en 1991, si bien comparte varios aspectos con el del ministro de Economía Martínez de Hoz, implicó cambios drásticos en las reglas del juego tradicionales en la Argentina, implementados en forma coherente y sistemática.
Este programa acordado con el FMI se basa en: la desregulación, tipo de cambio fijo, estricto control de la emisión monetaria y una base monetaria respaldada por reservas internacionales, la apertura de la economía a las importaciones extranjeras y el control del déficit fiscal. Dicho programa descansa sobre un vasto operativo de privatizaciones, de reforma del estado, cambios en la estructura tributaria, en particular la generalización y aumento del impuesto al valor agregado[8] y una más decidida persecución a los evasores impositivos.
Uno de los objetivos del programa, logrado en 1992, fue la incorporación de la Argentina al plan Brady para la renegociación de la deuda externa.
Las políticas aplicadas tuvieron fuertes impactos, tanto positivos como negativos, en un plazo relativamente corto. Se logró la estabilización de precios. Las altas tasas de interés garantizaron un importante flujo de capitales externos que contribuyó a mantener la tasa de cambio fijada. El PBI creció rápidamente en 1991 y 1992 aunque ya hacia 1993 se había desacelerado algo la tasa de aumento. Se  incrementó la tasa de inversión. Como contrapartida se amplió rápidamente el déficit de la balanza comercial a raíz de la explosión de importaciones, incentivadas por la apertura comercial y la tasa de cambio fijada por el plan de convertibilidad.
Este programa afectó indudablemente también al mercado de trabajo y a la distribución del ingreso. Estos efectos han sido evaluados positivamente por comparación con la situación de 1989; frente a la coyuntura más crítica, recesiva e hiperinflacionaria, el empleo, los salarios y la distribución del ingreso habrían mejorado. Sin embargo ese año significa un punto singular en la historia argentina posterior a 1976.
La comparación con el período de máxima recesión podría ser válida en un primer momento para evaluar la emergencia de la crisis, pero deja de tener sentido tres años y medio después de aplicadas las nuevas políticas.
En el año 1991 se profundizaron algunas de las tendencias negativas en el empleo, nuevamente en un momento de crecimiento de la oferta de fuerza de trabajo. Continuó el retroceso del empleo en la industria manufacturera, afectada ahora por la liberalización comercial., la tasa de cambio fija y los subsiguientes cambios –continuación de concentración, innovación técnica y organizacional efectuado para lograr una mayor competitividad aumentando la eficiencia productiva.
El empleo en la industria en 1993 toca su punto más bajo, en Buenos Aires la absorción relativa de trabajadores asalariados por parte de la industria declinó del 28% en 1991 al 25% en 1994.
El programa económico de 1991-1994 también incidió sobre los salarios y la distribución del ingreso. La tasa de ganancia, la apertura comercial y la tasa de cambio fija impusieron límites inamovibles a los incrementos salariales, admisibles en el sector privado en especial en la industria que compite con las exportaciones en el mercado local. Las decisiones acerca de la asignación del gasto público, el objetivo de controlar el déficit fiscal impidió el aumento de salarios en el sector público y el de las jubilaciones del sistema estatal.
Entre 1991-93 se impusieron nuevas limitaciones a los aumentos salariales, -acuerdos por productividad-, en el marco de la vigencia de la negociación colectiva. Esta política descansa sobre la noción de que los incrementos salariales desencadenarían nuevamente un proceso inflacionario y que un aumento del costo salarial erosionaría la ya escasa competitividad de las exportaciones industriales.
El éxito del plan “de estabilización” de 1991 en detener el proceso inflacionario, contribuyó a mejorar la capacidad adquisitiva de los salarios en comparación con los años inmediatamente precedentes. Sin embargo, la libre negociación de los salarios, la subordinación de los sindicatos al Estado a través de la cooptación de importantes líderes sindicales, posibilitó la emergencia de una actitud pasiva frente a la pérdida de los ingresos.

Algunas consecuencias del nuevo modelo

Impacto de la subocupación y la desocupación sobre la actividad sindical

La subocupación y diversas formas de precarización laboral, como el trabajo “en negro” no registrado legalmente, afectan sobre todo los recursos sindicales, ya que las organizaciones gremiales no pueden percibir cuotas de asociación o contribuciones y aportes de trabajadores y empresarios para las obras sociales.
La desocupación en cambio, afecta sobre todo la capacidad sindical de elaborar estrategias “ofensivas” tendientes a reclamar aumentos de salario real. Porque los sindicatos se ven obligados a desarrollar estrategias “defensivas” tendientes a mantener el empleo de sus afiliados. Los sindicatos se ven afectados en sus recursos y en su capacidad de acción simultáneamente, lo cual hace que revean sus estrategias de acción.
Julio Godio, sociólogo laboral, sostiene que todo este proceso de transformación que se ha operado en el mercado de trabajo se ha llevado a cabo en los países centrales en gran medida, sin una comprensión cabal por parte de los sindicatos de la naturaleza del cambio. Los sindicatos son una pieza clave en lo que atañe al sistema de regulaciones entre empresarios, Estado y trabajadores. En todo el mundo la estructura sindical está atravesando un momento de crisis, están frágiles y desorientados, pero se trata de un fenómeno transitorio. Los sindicatos tienen que reivindicar su rol en la negociación colectiva articulada. Discutir un convenio macro por actividad y otro por empresa. Además deberán incluir un concepto nuevo, el de la productividad asociado claramente con la eficiencia de cada empresa y con la política de distribución salarial.

Impacto de la subocupación y la desocupación sobre la estructura social.

Los cambios sociales, económicos y políticos registrados en las últimas décadas son de tal magnitud que, al mismo tiempo que produjeron quiebres en viejas estructuras, instalaron la incertidumbre sobre las posibilidades de consolidación de un sistema económico y social viable en largo plazo. Podemos incluir entre esos cambios:

-Fin de la alternancia entre regímenes civiles y militares
-Consolidación de un sistema político de partidos
-Constitución de un patrón de distribución del ingreso mucho más regresivo que en el pasado.
-Privatización de la mayoría de las grandes empresas estatales de servicios públicos.
-Un esquema de apertura económica y financiera que replantea la inserción de la Argentina en la economía global.

Los cambios registrados en el mercado de trabajo afectaron profundamente la estructura social. Dichos cambios se ven reflejados en procesos de dualización crecientes derivados centralmente de un patrón de distribución  del ingreso cada vez más concentrado en la cúspide y un acreciente pauperización de vastas capas sociales que afecta no solo a sectores tradicionalmente pobres y marginalizados, sino también a sectores medios que sufren crecientemente la precarización laboral, la desocupación, la disminución de los ingresos, etc.
Simultáneamente con la pérdida de puestos formales de trabajo se advierte el incremento de trabajo precario o trabajo informal: entendiendo por este último el crecimiento de contingentes de trabajadores que quedan marginados de la protección legal en el desempeño de sus labores, se trata de un mayor número de personas no registradas a los efectos de la previsión social, prestaciones sociales y la justicia laboral.
Las políticas implementadas por el menemismo, han dado paso a los que conocemos como flexibilización laboral, estas políticas permiten la alteración de las normas del derecho, que a lo largo del tiempo se fueron estructurando en la normalización de las relaciones obrero-patronales.
Lo que hoy se postula es facilitar los despidos del personal, la alteración no negociada de horarios y condiciones físicas y ambientales para el desempeño del trabajo. Lo que ésta propuesta requiere es, la disminución de los costos de la mano de obra.
Al mismo tiempo que en el plano de la estructura social fueron erosionándose los mecanismos que integraban al empleo y a los beneficios del Estado de bienestar, se instaló el interrogante de hasta que punto los procesos de dualización en curso podrán desembocar en una polarización social, que torna cada vez más dificultosa las posibilidades de reintegración vía políticas sociales.
Las últimas estadísticas del INDEC, sobre distribución del ingreso arrojan una leve mejoría para los sectores bajos, a costa de la clase media, que sigue perdiendo participación en el reparto de la torta, y del grupo de privilegiados que durante los últimos quince años no dejó de acaparar riqueza.
Podríamos decir entonces, sintetizando que los cambios en el mercado laboral incluyeron modificaciones importantes a tener en cuenta para nuestro análisis:

 Polarización social, concentración poderosa en sectores de la cúspide de la pirámide y marginalización en sectores cada vez más amplios.

– Los sindicatos debido a esto se vieron afectados en sus formas de acción, obligados a cambiar sus estrategias que de ofensivas se convirtieron en defensivas.

 El Estado al mismo tiempo fue asumiendo un rol diferente al del pasado. De un rol altamente intervencionista, ahora se abstiene cada vez más de una intervención en lo social.

El rol de los sindicatos

La década del’90 marca en el sindicalismo argentino un verdadero cambio, mucho más contundente de los que afronta en décadas anteriores. Debe enfrentarse a nuevos problemas y proponer soluciones actualizadas a los mismos.
Se producen rupturas y divisiones entre corrientes competidoras.
Una cantidad de dirigentes sindicales, terminó aceptando un rol subordinado a los lineamientos políticos de menemismo, fundamentando esta postura en una carencia de opciones propias al modelo del oficialismo. El grueso de estos dirigentes permanece en la CGT.
Otros sindicalistas se resisten a abandonar los viejos principios, son los que se nuclean en el MTA, si bien no se inscriben en el nuevo modelo, tampoco abandonan el modelo político del peronismo. En el MTA se encuentran los dirigentes de la UTA, Camioneros y el antaño líder de la CGT, Saúl Ubaldini, hoy miembro de la Cámara de Diputados.
En tercer lugar nos encontramos con sectores sindicales que rechazan el modelo económico y social del menemismo, como así también la adhesión política al peronismo, son los dirigentes que conformaron el Congreso de Trabajadores de la Argentina en 1992.
La CTA es una central sindical que propone un modelo próximo al de las centrales político-ideológicas europeas y en contraposición al modelo confederado del sindicalismo tradicional. Adhieren a este modelo, los sindicatos de la Administración y Servicios Públicos (ATE), Central de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA) y la Federación Judicial Argentina.
Es en la “Marcha Federal” de julio de 1994, convocada por corrientes opositoras al gobierno, en la que se evidencia y es dable pensar en el cambio profundo en las orientaciones del movimiento sindical.
Históricamente los componentes principales de la organización sindical fueron: la personería gremial, la centralización en grandes organizaciones de rama y la negociación colectiva. Estos provienen de las décadas del ’40 y ’50 y en los ’70 se incorporó la legislación sobre obras sociales.
La personería gremial otorgada por el Estado a través del Ministerio de Trabajo fija el ámbito de representación del sindicato, al mismo tiempo que le otorga el monopolio de la representación en ese ámbito. El sindicato que posee personería gremial es el único que puede representar a los asalariados en la negociación colectiva frente a los empleadores, es el único que puede percibir las cuotas de afiliación o impuesto sindical que son descontadas por los empresarios de las planillas de salarios y giradas al sindicato, es también el único que puede administrar la obra social que cubre la asistencia de salud de los trabajadores en un ámbito de actividad determinado y recaudar los fondos provenientes de los aportes de los asalariados y las contribuciones de los empleadores. La fuerte vinculación de los sindicatos con el Estado en la Argentina se apoya en el nexo jurídico creado por la personería gremial.
La ley de asociaciones sindicales establece la condición básica a través de la cual un sindicato puede acceder a la personería, ser el más representativo en su ámbito de actividad. La misma ley faculta al Estado a decidir otorgando o denegando y suspendiendo la personería. De este modo el Sindicato queda sujeto a la decisión estatal, más exactamente del funcionario que encarna el poder administrador. Es por esto que los dirigentes sindicales tratan de tener una vinculación estrecha con el Estado e incluso ocupar posiciones de funcionarios.
Otro rasgo importante de la estructura sindical además de la centralización de decisiones en su cúpula, es la presencia en su base de delegación y cuerpo de delegados que tienen una doble representación, la de los trabajadores y la del sindicato. Su función es fiscalizar el cumplimiento del convenio colectivo de la rama de actividad que corresponda, al mismo tiempo son interlocutores de los empresarios en lo que respecta a la marcha diaria de las empresas, como también se ocupan de aplicar las decisiones de la dirección nacional del sindicato. Este mecanismo se ha evidenciado en la etapa más reciente de transformación del sistema de relaciones laborales.

El quiebre del sistema de relaciones laborales en la Argentina

Este quiebre se evidencia en las dificultades de sostener el modelo centralizado de negociación colectiva y la expansión de negociaciones y acuerdos entre empresarios y trabajadores en el plano local.
El Estado es quien impulsó estos procesos en los últimos años imbuido de una concepción neoliberal que promueve el retiro de la intervención estatal del plano de las relaciones entre los agentes de la economía: empresarios y trabajadores.
La negociación entre empresarios y representaciones directas de los trabajadores en las empresas fue desplazando la esfera de la negociación tradicional: sindicato nacional, Estado y representación empresaria.
Los sindicatos nucleados en la CGT tendieron a apoyar cada vez más las iniciativas del gobierno en cuanto a la flexibilización laboral, apoyo que tuvo diversas manifestaciones:

1) Aportaron legitimidad a la flexibilización, esto se tradujo en renuencia a la huelga por parte de la CGT. (Recordemos que durante los cinco años y medio del gobierno de Alfonsín la CGT convocó 13 huelgas generales, un promedio de 1 huelga cada 5 meses, a diferencia de esto en los primeros 5 años del gobierno menemista, la CGT convocó sólo una huelga general).
2) Los diputados de origen sindical apoyaron iniciativas legislativas de gobierno que afectaron regulaciones laborales y provisionales de carácter global: la Ley de Empleo (1991), que introdujo diversas formas de contratación temporaria; la modificación de la Ley de Accidentes de Trabajo, que abarata el costo del seguro para las empresas, (en junio de 1996, entró en vigencia la Ley de Riesgo del Trabajo, mediante la cual, cada empresa opta por una aseguradora de riesgos del trabajo, que es la encargada de brindar esta cobertura a sus trabajadores) y la Reforma Previsional que introdujo un sistema privado de jubilaciones y pensiones.
3) Apoyaron también iniciativas que afectaban las regulaciones laborales de sectores o actividades específicas tales como las privatizaciones de empresas públicas.
4) Por último otorgaron un crédito importante a la nueva filosofía económica gubernamental. Esto último se traduce en la aceptación pasiva de medidas tan importantes como la reglamentación del derecho de huelga en los servicios públicos.
Si bien hubo un apoyo global a la flexibilización, este no excluyó fricciones y tensiones entre la CGT y el Gobierno, ante medidas que afectaban prerrogativas sindicales tales como el decreto de desregulación de noviembre de 1991, mediante el cual el gobierno afectó la centralización de la negociación colectiva, a través del reconocimiento de las representaciones locales en el nivel de la empresa, e intentó controlar el flujo financiero hacia las obras sociales. Los sindicatos rechazaron ambas iniciativas.
También rechazaron el decreto de negociación por productividad de julio de 1991, mediante el cual el Ministerio de Economía buscó imponer un marco a la negociación salarial, generando condiciones que le permitieran gestionar con éxito la convertibilidad.
El Plan de Convertibilidad es una fase renovada del proceso de ajuste estructural que regula el desenvolvimiento de la economía argentina desde mediados de los ’70. Desde su puesta en marcha se fueron sucediendo estrategias de distinto contenido, adecuadas a las emergentes condiciones del desarrollo de la economía mundial y de las transformaciones que tuvieron lugar en las últimas décadas. Este plan representa el intento de los sectores que controlan el poder económico, de ajustar el funcionamiento de la economía argentina a sus propios intereses.
Otro de los modos en que los sindicatos mostraron su resistencia al plan fue el rechazo que hicieron a los diversos proyectos de reforma laboral del Ministerio de Trabajo y la imposición de una disminución de las contribuciones empresarias a las obras sociales.
Estas divergencias alcanzaron un máximo de rispidez en el año 1993, a cuatro años de instalado el gobierno menemista, cuando la CGT decide un paro general. Después de éste la medida de fuerza no vuelve a ser reeditada, hubo sí intentos de hacerlo pero fracasaron sistemáticamente.
Debemos aquí reconocer que a pesar de los intentos opositores al gobierno por parte de los sindicalistas, enumerados más arriba, estas disidencias no alcanzan para torcer el apoyo al modelo por parte de la CGT.

Cambio de la estrategia sindical

La aplicación del Plan de Convertibilidad a partir del año 1991, no produjo un aumento en la tasa de conflictividad sindical, como en 1985, en el momento del lanzamiento del Plan Austral, bastaron seis meses después de éste para que los sindicatos encararan una fuerte ofensiva basada en el reclamo salarial. En cambio en 1991 los sindicatos optaron por la negociación. Debieron enfrentarse a una ofensiva empresarial que combinaba dos elementos: la competitividad por un lado y una dedicación sistemática a la reducción del costo laboral.
En el plano de las relaciones laborales lo antedicho se traduce en el objetivo de obtener una máxima flexibilización contractual y una máxima movilidad interna de la mano de obra.
Frente a esto la estrategia sindical es básicamente defensiva, la desocupación impone una barrera al reclamo generalizado y el aumento de salarios se presenta como un dilema frente a la necesidad de defender el empleo. La anterior estrategia ofensiva del sindicato tiende a ser rechazado por los trabajadores que temen perder el empleo.
Como vimos el marco institucional y legal de las relaciones laborales estaba hasta este momento privilegiado por la negociación entre: las direcciones nacionales de los sindicatos, las representaciones corporativas empresarias y el Estado.
Este marco es abandonado paulatinamente y en su lugar se van instalando prácticas de negociación directa entre gerentes y trabajadores o entre gerentes y sindicatos locales de trabajadores. Es así que emergen subsistemas particulares de relaciones laborales que dejan de lado tanto los viejos sistemas de regulación institucional como sus contenidos.

La tercera revolución industrial y el fin del trabajo

Consideraremos algunas reflexiones sobre el presente y el futuro que realiza el economista norteamericano Jeremy Rifkin.[9] La problemática social central del presente está marcada por el doble fenómeno de la globalización y de la “Tercer Revolución Industrial”, ambas ligadas a la informática, las telecomunicaciones y otras tecnologías.
El estudio de Rifkin muestra en detalle el impacto de estos cambios tecnológicos sobre el trabajo en los distintos sectores, particularmente en EE.UU. Analiza el creciente desempleo y la precarización del trabajo, acompañados por una violenta polarización de los ingresos, resultantes de estos cambios. Él interpreta que se está produciendo un cambio histórico de consecuencias imprevisibles: el trabajo humano –factor condicionante central del “valor” social de las personas en los tiempos modernos- sufre una pérdida irremediable de su valor de mercado. Distintos procesos van eliminando a los trabajadores de cuello azul en las diversas ramas industriales: automatizando el automóvil, informatizando el acero, tecnificando y robotizando la minería, industrias química, textil, del caucho, etc. En pocas décadas concluye Rifkin, el trabajador industrial tradicional habrá pasado a la historia.
No son distintas las perspectivas en el sector terciario, que fue tanto tiempo receptáculo principal de nuevos asalariados en las décadas de posguerra. Bancos y compañías de seguro, empresas de telecomunicaciones y todo tipo de sociedades comerciales racionalizan frenéticamente, despidiendo a millones de empleados, secretarias, encargados de almacenaje, vendedores y recepcionistas. El comercio mayorista tiende a desaparecer, mientras que el minorista reduce aceleradamente su personal, al igual que otras actividades de servicios. Trabajos con más altas cualificaciones no están a salvo: robots computarizados comienzan ya a ser utilizados en la cirugía de seres humanos. Arquitectos y abogados, ingenieros y científicos son crecientemente reemplazados en partes de sus actividades por máquinas. Bibliotecarios y documentalistas tiemblan con razón ante la perspectiva de seguir la vía de los trabajadores de la imprenta, ahora redundantes por el progreso tecnológico. Los novelistas tienen poca competencia por el momento por parte de las máquinas aunque ya se publicó una novela escrita por inteligencia artificial, los músicos por otro lado tienen todas las razones para preocuparse, al generalizarse las técnicas de sustitución por sintetizadores y computadoras.
Entre los rasgos típicos de la organización del trabajo no se puede olvidar la tendencia al trabajo de tiempo parcial, temporario y precario, para un porcentaje rápidamente creciente de la mano de obra total, y el stress cada vez más fuerte de aquellos privilegiados que mantienen un empleo normal. Este stress ocasiona con mayor frecuencia enfermedades y accidentes de trabajo, y juntamente con los despidos es fuente de una ola notable de violencia en la empresa y suicidios. Es aún más preocupante el panorama para el mundo periférico, donde ya abunda el subempleo. ¿Podrán consolidarse enclaves de alta tecnología en medio de océanos de miseria? Enfatiza Rifkin que, mientras que antaño los agricultores desplazados por el progreso técnico encontraban, aunque en un proceso doloroso, una salida en el sector industrial en auge, y en las décadas de posguerra los obreros industriales sobrantes por la automatización conseguían refugiarse en el creciente sector de los servicios, hoy no se vislumbran salidas para todos aquellos eliminados de las industrias y en los servicios. Contrariamente a lo que afirman los optimistas de la revolución informática los cambios actuales destruyen incomparablemente más empleos de los que crean. El futuro se ve como un sistema caracterizado cada vez más por campos sin agricultores, fábricas sin trabajadores y oficinas donde el trabajo está realizado esencialmente por computadoras y otras máquinas inteligentes. La nueva revolución tecnológica exacerbará probablemente las crecientes tensiones entre los ricos y los pobres. Los signos de la desintegración social están en todas partes. Dice Rifkin: “Los aumentos impresionantes de la productividad del trabajo, en vez de ser motivo de satisfacción y alegría, constituyen fuente de preocupación muy legítima y de una miseria que se extiende a través de los países más prósperos comenzando por los Estados Unidos, refleja obviamente la profunda irracionalidad del sistema económico y social. Sólo el surgimiento de alianzas político sociales suficientemente fuertes para torcer el rumbo a favor de un nuevo modelo de distribución puede detener y evitar un cataclismo social de grandes proporciones. Habrá que frenar la vía actual en la cual pequeños grupos privilegiados no sólo se apropian las ganancias de productividad sino que aprovechan el desempleo creciente para bajar los salarios de los que aún conservan sus empleos, hay que socializar de alguna manera estas ganancias y redistribuir el trabajo”.
La solución que propone Rifkin está en el “tercer sector” compuesto por la multitud creciente de organizaciones no gubernamentales, asociaciones vecinales y sin fines de lucro, cooperativas y clubes de los más diversos tipos y con las más variadas finalidades. Frente a las tendencias del Estado a retirarse de muchas de sus actividades anteriores, estas entidades de economía social, más próximas al ciudadano común y a sus necesidades reales que una pesada burocracia estatal, pueden frecuentemente asegurar mejor y con mayor eficiencia ciertas funciones sociales.
Lo que podría mejorar enormemente, dice Rifkin, si se encuentran métodos para obtener mayores fuentes de financiamiento para estas actividades socialmente útiles, a partir de la masa creciente de ganancias obtenidas a través de los progresos de la productividad. La alternativa es obvia: organizar estas formas nuevas de distribución del ingreso nacional a favor de los que no encuentran más trabajo en la economía de mercado, o financiar políticas de protección.
Con respecto a estas posturas de Rifkin, Victor Sukup[10] reflexiona lo siguiente: “Queda por verse si aquellas transferencias de la economía de mercado hacia el “tercer sector” que Rifkin vislumbra como salida pueden obtenerse sin una revolución social en profundidad, sin cambiar el régimen de propiedad y de acumulación. Sus actores ya no podrán ser los proletarios fabriles, hoy especie en vías de extinción, pero si las masas de trabajadores activos e involuntariamente inactivos, de cuello blanco y azul, quienes sufren en conjunto la profunda irracionalidad del sistema”.
 

[1] Esta política es continuada por el Dr. Krieger Vasena, Ministro de Economía del Gobierno Militar del General Onganía, instaurado en 1966.
 
[2] Población Económicamente Activa
 
[3] Organización de Países Exportadores de Petróleo
 
[4] OCUPADOS PLENOS: trabajan entre 35 y 45 horas semanales, y ocupados que trabajan menos de 35 horas y no desean trabajar más. SUB-OCUPADOS: trabajan menos de 5 horas y desean trabajar más. SOBREOCUPADOS: trabajan más de 45 horas.[
 
[5] La posibilidad de que el trabajador desarrolle distintas tareas.
 
[6] Capital Federal y Gran Buenos Aires.
 
[7] Escritor uruguayo, contemporáneo, autor de numerosos textos acerca de la problemática latinoamericana. Destacándose entre éstos Las venas abiertas de América Latina.
 
[8] Valor agregado: valor del producto vendido, menos el costo de los insumos comprados a otras empresas.
 
[9] Jeremy Rifkin – El fin del trabajo – Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, Paidós, Barcelona –Buenos Aires- ;México, 1996.
 
[10] Profesor de economía internacional de la UNLP y del Instituto Prebisch.

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